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   La Promesa 
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   Sr. Giovanni Rodríguez León 
  Siquirres, Limón. 
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   No estaba segura del tiempo transcurrido, ¿una hora?... quizás.  Era lo que menos importaba.  Su mirada volaba aletargada de los pliegos de
  papel perfumado al murmullo del tránsito y las voces que llegaban a través de
  la amplia ventana de cristal.  ¿Qué escribiría en
  aquel papel? 
  Esa era la cuestión.  Sentía el peso de la promesa sobre sus
  hombros, pero el tiempo había pasado inexorable y ese peso no había sido
  capaz de conducir su mano sobre el papel. 
  Todo hasta ahora había sido intentos negligentes, esos extraños
  "engaños" que suelen hacerse las personas. 
  Pero bueno, es que su corazón era un mar de dudas, por lo efímero de
  ese extraño encuentro en aquel remoto pueblito al otro lado del
  Atlántico.  ¿Acaso habría sido
  capaz de enamorarse realmente?  Jamás se había
  dado esa oportunidad y ahora sentía un volcán en el pecho con un magma de
  sentimientos candentes, pero confusos, indefinidos...  No podía evitar reconocer que el solo hecho
  de recordar algunos detalles de esos cinco días en Puerto Viejo de Costa
  Rica, producían en ella una sensación extraña, a la que no le era posible dar
  con certeza un nombre.  Pero, con todo
  y todo, ¿qué le diría en
  aquella carta que no había sido capaz de escribir hasta ahora?  Sabía lo que tenía que decirle, mas no lo que quería decirle.  ¿O era más bien lo contrario...?  Sabía también lo que aquel corazón y aquellos ojos
  negros esperaban leer de su cuño, pero allí inclinaría su vida
  definitivamente y le dio miedo.  ¡Sí,
  eso era! Ahora reconoció nítido ese sentimiento: ¡miedo!  Miedo de nuevas promesas que la arrastraran hasta
  alguna decisión total.  Al menos ahora
  sabía de un peligro que sortear.  Tomó
  aquel bolígrafo caribeño barato, decorado con una figura de "iguana", y en la
  parte superior izquierda de la hoja escribió: Londres, 22 de abril, 1991... 
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   Porte rasta.  Torso desnudo,
  trabajado para la seducción.  Andar
  despreocupado, ocupado de atraer miradas de ojos celestes.  Al principio, cuando aun
  lo mecían las dudas de la juventud como sobre una panga, no estaba de acuerdo
  con aquellas apuestas a la suerte.  Por
  otro lado, su anciana madre había dejado sus últimas fuerzas en el empeño de
  convencerle de que aquél era un mal camino, una elección torcida.  Había soñado con su hijo vestido de traje
  negro, con un título bajo el brazo, bajando orgulloso de un avion
  procedente de Inglaterra.  Pero ese
  sueño fue poco a poco convirtiéndose en una molestia dolorosa dentro de su
  frágil pecho de madre.  Sin embargo, la
  vida al menos le evitaría el último dolor de ver a su hijo, a su pequeño
  Arthur, convertido en un...  Ella conocía
  con certeza la frágil naturaleza del fruto de su último amor, por eso se
  volcó sobre él con sus alas protectoras. 
  Tuvo que enfrentarse con sus demás hijos.  Luchó cuanto pudo.  Pero ahora las fuerzas la abandonaban y
  solo le restaba confiar en que su polluelo hubiese crecido lo suficiente para
  dejarlo seguir el camino solo. 
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   El tiempo continuó cerrando páginas; la cerró para su
  madre.  Él, con esa mezcla de miedo y
  resolución que a veces es capaz de producir el enfrentarse al dolor intenso,
  encontró en la muerte de ella las fuerzas para esa postergada decisión.  Terminó por ser uno de los mejores
  exponentes de aquella especie de pasarellanegra ante europeos ojos femeninos.  A algunos de sus predecesores nunca más volvioa verlos.  Sin duda había volado muy alto, como para
  regresar al pequeño Puerto Viejo.  El también
  volaría, acaso más alto que todos ellos. 
  Algo lo hacía sentirse seguro de eso. 
  Y por fin también a él le llego su día.  Saboreó las mieles del paraíso... pero un
  paraíso todavía muy pequeño; siguió pegado a la arena que lo vio correr
  desnudo tras los cangrejos de colores. 
  Al menos custodiaba en su pecho el tesoro de una promesa, enorme,
  inamovible, ¡verdadera!  Muchas
  palmeras murieron, a otras las arranco la marea, por tener un poco más de
  comodidad para llegar hasta las raíces de los almendros.  Y el tiempo siguió su lenta marcha,
  aburrida, obstinada.  Poco a poco
  aquellos días calurosos fueron engullendo esa mezcla de emoción ilusión
  esperanza de felicidad con implacables golpes de realidad que, como a todos
  cuantos dependía allí de lo poco que da el mar, es decir los peces y los
  turistas, llenaba de cicatrices el espíritu. 
  Sin tener tiempo para meditar en ello, menos para analizar lo que
  ocurría, su espíritu, irremediablemente, se fue arrugando, como la piel
  después de varias horas en el agua salada de los arrecifes.  "Las verdaderas promesas nunca llegan a
  cumplirse..."  Aquellas palabras que le
  oyera una tarde al viejo Woodley hirieron a menudo
  su acalenturada mente, desde que el tiempo se fue estirando como la línea del
  horizonte marino, eterno, inalcanzable. 
  Y se estiró mucho el tiempo. 
  Mucho, mucho.  Y su alma se fue
  haciendo pequeña, minúscula, toda ella abarcada por un único pensamiento.  La promesa fue en su mente un trozo de
  papel escrito llegado de tierras lejanas, como una minúscula alfombra mágica
  sobre la que surcaría ese mar infinito de la bóveda celeste, hacia un mundo
  apenas presentido, pero, sin duda, total, eternizante. 
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   Y como sus recuerdos estuvieran pegados a las cosas de
  allí, sintió la necesidad de moverse, por salvarse un poco de todo aquello "y
  de todos aquellos", sus amigos de entonces, los mismos que sí sabían lo que
  él esperaba.  Los mismos que un día
  empezaron a reírse maliciosos mientras murmuraban de lejos, bajo las palmeras
  del borde del mar.  No podía permitir
  que atentaran contra su Promesa, que había terminado por convertirse en su
  aliento de vida.  Se fue más al norte:
  Cahuita.  Para entonces su espíritu
  estaba pronto a convertirse en una pasa
  negra, tostada al sol y con sal en vez de dulce... para siempre...  En
  su nuevo "hogar" nadie lo conocía, pero no tardaron los niños callejeros en
  meterse con él.  Como se negara a
  responder cuando preguntaban cualquier cosa, le llamaron don Negro.  Al cabo de un tiempo el sobrenombre tomó tintes
  anglosajones y fue: míster Black, así, con minúscula.  Allí también pescó, llevó, chapeó, apeó y
  vendió.  Poco importó para él de dónde
  vinieran algunos pocos pesos para mal comer. 
  Después de todo "las verdaderas promesas nunca llegan a cumplirse..." y
  desde hacía ya un buen tiempo, tenía la sensación de que aquella que le
  hiciera la rubia del barco, con la que conoció por un instante el Paraíso,
  era una promesa verdadera... 
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   Fue por aquella época que su mente se nubló y su espíritu
  cerró en definitiva las puertas al mundo exterior y se encerró para
  siempre.  Solo persistió entre brumas
  una idea confusa que se le aparecía entre sueños, mientras permanecía largas
  horas tendido al sol.  Una difusa
  figura de mujer fue lo único que continuó viendo, con esa mirada vuelta para
  adentro, con los ojos del alma, porque los del cuerpo fueron ya incapaces de
  ver el blanquiazul del cielo y el café verde de las palmeras.  Ya no supo quién le dejaba al alcance de
  sus manos algo de comer, pupes comió como un reflejo, sin saber qué ni
  cómo.  Se convirtió en una palmera
  muerta... o casi, porque seguía respirando y comiendo algo y todavía su mente
  era capa de "ver" una figura de mujer flotando sobre un horizonte
  blanquecino. 
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   Pero un día ocurrió algo extraordinario.  La tierra empezó a moverse violentamente,
  como una hamaca sacudida por una mano traviesa.  Y la mente de míster black despertó por un instante, sacudida por la tierra
  misma.  A su alrededor todo era gritos
  y ruidos.  También hubo llanto; supo
  reconocer sin dificultad esa manifestación total de la voz humana.  Y la palmera casi muerta al fin se movio.  Sus ojos lograron denotar contornos
  confusos.  Y la palmera quiso dar pasos
  y rodó por tierra se le había entumecido las raíces.  Y como de niño lo hiciera en la playa, lo
  intentó una y mil veces.  Y echó por
  fin a andar.  Siempre al norte, al
  norte, bordeando el mar, con paso irregular, hundido en la arena húmeda,
  siguiendo su brújula interna, ¡eterna! 
  De noche, de día... 
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   22 de abril; una fecha como cualquier otra en ese
  Londres ruidoso.  Ya en la calle, se
  detuvo un instante a mirar el sobre. 
  Sus pálidas manos temblaban ligeramente.  En su pecho sentía una confusión de
  sentimientos que nunca antes había experimentado, al borde de la portezuela,
  a muchos metros por encima de la tierra, que al mismo tiempo encierra la
  dicha efímera o la muerte.  Pero estaba
  decidida.  En cuanto pusiera en el
  correo aquella carta, iniciaba su salto, su vuelo.  No era necesario escribir remitente ni
  certificar, pues detrás de la carta volaría ella, cruzando el Atlántico... de
  nuevo. 
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   Un día la palmera por fin se planto
  en el Parque Vargas, inclinado su tallo hacia el muelle, el mismo muelle por donde
  conoció la felicidad fugazmente y esperaba volver a encontrarla, con figura
  de mujer.  Varias veces quisieron
  arrancarlo los policías, para que no afeara el recorrido de los turistas; tal
  vez lo sembrarían en cualquier otro rincón, pero no pudieron con el peso
  de la esperanza y permaneció allí plantado con su rostro sin emociones,
  mirando hacia las profundidades de su alma, esperando la vida, el cielo
  prometido.  Pero su cuerpo fue
  marchitándose, secándose.  Había
  esperado demasiado tiempo.  No es cierto
  que se pueda esperar eternamente; la vida no alcanza.  A menos que se puede seguir esperando en la
  otra vida, pero ya que para qué; allí el corazón no palpita.  El, por lo menos, no pudo esperar más y fue
  recostándose como un niño hambriento, para siempre, sobre sus raíces. 
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   Aquella ciudad estaba un poco sucia, es cierto.  En muchas partes había secuelas del
  terremoto, pero para sus azules ojos seguía siendo la más bella.  Habían pasado varios años y por un momento
  la inundo el temor de haber perdido la belleza que él tanto se encargó de
  resaltar, con palabras, con halagos, con besos de sal, con dibujos a dedo en
  Playa Negra; brindando con pipas y camarones sobre brasas encarnadas.  Una única vez antes de ese momento había
  estado ahí y ahora volvía en alas de una promesa.  Para cumplirla, para cumplírsela a ella
  misma.  Allí empezaría eso que juntos,
  entre risas mojadas por la espuma marina, habían llamado cielo.  Recordó las palabras precisas: "cuando
  vuelva te llevaré al cielo conmigo..."  Decidió
  dar un pequeño paseo por la calle que está entre el parque y el muelle, por
  cargarse de recuerdos, por desentumecer sus alas después del largo viaje,
  pero no pudo; la policía judicial había cerrado un sector de la calle debido
  al levantamiento del cuerpo sin vida de un indigente.  Contrariedad.  No estaba entre sus cálculos un obstáculo
  en ese momento mágico.  Se le clavo
  entonces una duda en forma de fino puñal en medio del pecho; ¿qué garantía tenía
  que aun estuviera esperándola?, ¿la promesa?  Era verdad que
  había una promesa, pero ¡cuánto tiempo le había tomado cumplirla! 
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   Pareció apagarse el sol.  Pero no. 
  Se resolvioy rechazo con vigor
  aquellos inoportunos pensamientos; nada debía estropear este momento
  definitivo que apenas comenzaba.  La duda
  se mudó, entonces, una vez más, en dicha, en fuerza_ilusión,
  que la empujó hacia la Terminal de autobuses de Puerto Viejo, toda ella llena
  de infantil emoción por el inminente reencuentro.  Ya en marcha, pasado Cieneguita se embriagó de
  mar, de amor turquesa y, recostada a la ventana, cerró los ojos, acaso por
  volar más alto y más veloz que el viento hasta los brazos de su amado, de su
  hombre; alto, bello y fuerte, como una palmera vigorosa... 
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   En medio de un grupo de escombros, que seguía allí como
  recuerdo del terremoto, un empleado de correos leyó indiferente las letras a
  mano que lucían escritas en el ultimo sobre que
  consumía la fogata de cartas sin entregar: Míster Arthur Campbell Brown, Puerto Viejo, Limón,
  Costa Rica, América Cent... 
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   El sobre tenía una bonita inscripción a colores con la
  bandera inglesa.  No tenía remitente. 
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