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"Una Juana y cinco Marías"

(Anécdotas e Historias de Vida)

 

Luis Fernando Barrantes Cortés

 

Introducción:

 

Juana Angulo, heroína anónima, hija querida y maltratada, madre-padre adolescente, cocinera, panadera, salonera, prostituta, vaquera, agricultora, bisabuela a sus 49 años, víctima de una enfermedad incurable; fiel estandarte de la mujer guanacasteca; ante todo mis respetos.

 

A doña Juana la conocí en el mes de mayo del año de 1975, tenía yo 15 años e iniciaba estudios en el Colegio Agropecuario de San Carlos, donde me graduaría tres años después. En Santa Cruz, se montó en el autobús de la Empresa Alfaro y se sentó junto a mí. Yo iba para el cruce de Naranjo a esperar allí el bus para Ciudad Quesada y ella iba para San José por un largo tratamiento médico que le estaban dando en el Hospital San Juan de Dios.

 

Ese era mi tercer viaje mensual, pues en el Colegio, que era internado, nos permitían salir una vez al mes; ella tenía como seis meses de hacer ese viaje, cada primer lunes de mes y le faltaba año y medio de tratamiento, todavía...

 

Cuando se sentó a mi lado, con sus cuarenta y nueve años encima (que a mi me parecieron muchos más), aquella figura frágil y su mirada esquiva, jamás imaginé que sería mi inseparable compañera de viaje durante el resto de ese año y en todos los viajes de 1976.

 

De Santa Cruz a Belén de Carrillo no nos cruzamos palabra; yo iba entretenido mirando el paisaje por la ventana, hasta que ella me interrumpió, preguntándome que hacía un niño viajando solo para San José. Me calló mal la doñita, pues a mis quince años ya presumía de grande, aunque he de reconocer que todavía no me había estirado, así que era normal que extraños me confundieran con un niño, cosa que no me gustaba para nada.

 

Fue su primera pregunta de muchas más que me haría y que a la vez le servirían a ella para formular sus propias respuestas, una vez escuchadas las mías.

 

Al principio mis palabras fueron breves, casi cortantes, pero ella preguntaba más y al hablarle de mi nueva experiencia, se le iluminaban los ojos al sopesar la oportunidad que la vida me daba a edad tan corta, de conocer otros lugares y sobre todo de poder estudiar, como a ella le hubiera gustado, pues del quinto grado de la escuela no había podido pasar. Yo poco a poco me fui interesando en su conversación y cuando llegamos a Esparta, realmente me asusté de lo corto que se me había hecho el camino, gracias a la compañía de doña Juana.

 

Recuerdo que me sorprendí mucho cuando se sentó junto a mi al mes siguiente, pues ya ni me acordaba de ella, pero al otro mes me cuidé de que nadie se fuera a sentar a mi lado, convencido de que doña Juana se montaría en Santa Cruz y con la esperanza de que me terminara de contar aquella historia de sus andanzas por la zona bananera. De ahí en adelante siempre tuve el cuidado de viajar cada mes en el mismo horario de bus y recuerdo que más de una ves, fui hasta San José, con tal de que doña Juana terminara su relato. Allí tomaba el bus a San Carlos en la parada de la Coca Cola.

 

Yo narraba a mis amigos más cercanos, las aventuras y tristezas de doña Juana Angulo. ¡Cuánto reímos y también lloramos con sus increíbles historias! ¡Cuánto aprendimos de doña Juana! Solo ahora que ha vuelto a mi memoria, me doy cuenta de ello y les prometo que al igual que narré a mis compañeros de Colegio, trataré de contarles poco a poco, la cantidad de historias que me relatara doña Juana Angulo durante los quince viajes que me acompañó y que suman mas de sesenta horas de conversación sin interrupciones. Confío en que las musas me acompañen en este viaje a lo profundo de mis recuerdos y de mi alma.

 

Recuerdos de la Infancia:

 

Doña Juana nació allá en Lorena de Santa Cruz, a orillas del Río Nimboyores. Desde muy pequeña aprendió a nadar, mientras su madre lavaba la ropa en unas piedras del río. Ella le ayudaba y siendo la hija mayor de 13 chacalines, muy pronto tuvo que encargarse solita de la mayoría de la lavada, así como de enseñarles el oficio a sus hermanas mujeres.

 

Lavandera consumada a los 6 años y ayudante de cocina, escogía frijoles y arroz, mientras ayudaba a cuidar a sus hermanos menores, que seguían llegando casi a uno por año. Su madre, mujer valiente y hecha a las costumbres campesinas, vestía a su familia y además daba de comer a toda la peonada que trabajaba para su marido y cuñados.

 

A las siete de la noche ya estaban todos acostados y a las dos y media de la mañana se encendía la cocina de leña, para el primer café vacío de los vaqueros encargados del ordeño.

 

Dar de comer a los cerdos y poner los frijoles y el arroz para el pinto era una sola cosa y a eso de las cinco de mañana, freír huevos y cuadrados maduros para el desayuno de las mas de veinte personas que se sentaban a la mesa, formaba parte del trabajo cotidiano, Luego, la comida de las gallinas, recoger las posturas y alistar las cuajadas para la merienda de las nueve de la mañana. Ese era el momento para matar los pollos que servirían para proveer la proteína del almuerzo, si no era que se tenía por ahí, la carne de algún animal de monte, como saíno, venado o tepezcuintle, que eran los preferidos del papá. Cuando había caza, se desayunaba, almorzaba y cenaba la carne del animal, hasta que se terminara, igual ocurría cuando por alguna razón se sacrificaba alguna vaca, cerdo o novillo.

 

Cuando doña Juana tenía diez años, murió su padre en un trágico accidente con una yunta de bueyes. El hombre venía con unos tragos de más, sentado en una tabla de la tarima para jalar madera y seguramente se quedó dormido. La tarima estaba formada por un marco fuerte de madera con algunas tablas atravesadas y el pobre señor, quedó prensado entre las tablas con su cabeza colgando y pegando al suelo. Sus gritos solo sirvieron para espantar los bueyes y pronto perdió el conocimiento por los múltiples golpes que recibió en su cabeza. Cuando lo encontraron prensado en la carreta a la vera del camino, su estado era gravísimo y debido al temporal que no cesaba, a que los ríos estaban crecidos y a que estaban seguros que pronto moriría, sus tíos (los hermanos de su padre) no hicieron ningún esfuerzo por sacarlo a Puntarenas, por la ruta del río Tempisque y el Golfo de Nicoya, para de ahí llevarlo en tren a San José. Murió ocho días después, tiempo de sobra suficiente, aún en las peores condiciones, para haberlo llevado al Hospital San Juan de Dios.

 

Su padre era un hombre trabajador y de gran hacienda; el mayor de todos sus hermanos, con los cuales trabajaba en sociedad las tierras heredadas del abuelo paterno de doña Juana y otras obtenidas gracias a sus dotes de buen administrador y sobre todo de hombre visionario.

 

Sin embargo, muerto él, los tíos se dedicaron a hacerle la vida imposible a la cuñada (su madre), hasta que la obligaron a emigrar a Lagunilla, donde vivían los abuelos maternos de doña Juana y donde su difunto padre tenía unas tierras que había comprado para su madre, como presintiendo la desgracia futura.

 

Aunque las tierras de Lorena estaban a nombre de su papá, en aquel tiempo era prácticamente imposible que le permitieran a una mujer hacerse cargo; y además su madre, que era una persona muy humilde, caritativa y solo educada para ejecutar las labores de la casa, tampoco hizo nada por luchar por lo que le pertenecía a ella y a sus hijos.

 

De una vida de mucho trabajo, pero llena de hermosos recuerdos y sobre todo sin padecimientos de hambre alguna, pasó doña Juana a preocuparse junto a su madre de lo que habrían de comer cada día, pues justo en los años siguientes se dieron grandes sequías, con muertes de ganado y con la falta de agua, de comida suficiente y dinero para medicinas.

 

En esta época murió su sétimo hermano, el menor por parte padre, producto de una severa diarrea, por beber agua contaminada. Sus tíos fueron perdiendo todo rapidito, tanto por las inclemencias del tiempo, como por los malos negocios y sobre todo por el grave mal de la bebida.

 

En cuestión de cinco años no quedaba nada de las propiedades de Lorena y para entonces la madre de doña Juana ya tenía dos hijos más, producto de su segundo matrimonio con un vecino de Lagunilla, que resultó ser súper machista, vagabundo, bebedor, mujeriego y para peores sátiro; con él, su madre tendría los otros seis hermanos.

 

La madre de doña Juana se había enamorado de él porque cantaba muy bonito y todo se lo perdonaba por aquello de que: "lo que Dios ha unido..." Así que continuó la cosecha de hermanos y cuando doña Juana (ya mayor) le preguntaba algo sobre eso, su madre que era sumamente religiosa le decía: "Es preferible llegar partida al cielo que entera al infierno" y la conversación terminaba.

 

Cuando doña Juana cumplía doce años, ya su desarrollo físico era casi total; prácticamente había alcanzado la altura que tenía cuando yo la conocí y sus pechos comenzaban a crecer vigorosos debajo de sus blusas de niña.

 

En esos días tuvo que refugiarse en la casa de sus abuelos, pues su padrastro había intentado por enésima vez abusar de ella y su madre cansada de protegerla y además culpándola, por hacerse grande tan pronto, la exiló allá. Ese mismo destino tendrían luego sus hermanas menores.

 

Desde entonces doña Juana llegaba en las mañanas a ayudarle a su madre en las labores de la casa  y se iba en las tardes a casa de sus abuelos. Eso duró un par de años.

 

A los catorce fue colocada como empleada en una casa de unos parientes en Santa Cruz y desde entonces solo volvería a su casa, al principio, los fines de semana y con el tiempo, solo para fin de año.

 

De su infancia me contó doña Juana: "Yo era muy feliz cuando niña, todo el trabajo que había era un juego para mí, además ir con mi madre al río, aprender a pescar con mis primos y nadar en el Nimboyores... Uno se consumía y miraba los guapotes, cholescas, barbudos y camarones, bajo el agua...

 

Yo me las arreglé para seguir yendo al río de vez en cuando, igual cuando nos fuimos para Lagunilla, aún hoy día, por lo menos una vez al año me baño en las aguas de ese río que me vio nacer"

 

Y me seguía contando: "Recuerdo que a veces por alguna razón no había mucho que hacer y me iba al río con mis primos y a recoger frutas a la montaña. Era capaz de comerme como diez sonzapotes de una sentada y los nísperos ni se diga, nadie comía tantos como yo. En julio eran los nancites, después seguían las toretas, los espaveles por ahí de marzo... ¡Cuantas veces me escapé de ahogarme atarugada con los guapinoles!; los mamones los comíamos por cientos, racimo a racimo y al primer árbol que yo trepé fue al de papaturro, hasta jugábamos quedó, encaramados en el palo cuando estábamos hartos de comer sus frutos. ¡Era imposible que un güila padeciera de desnutrición en aquellos días!"

 

De niña a adulta de un solo sopetón:

 

Cuando doña Juana llegó a Santa Cruz, la metieron a la escuela a primer grado y ese año llegó hasta tercero. Al siguiente hizo cuarto y quinto pero no pudo terminar.

 

Doña Juana se levantaba de madrugada y hacía el desayuno para sus parientes y antes de irse para la escuela ya había dejado la ropa más pesada en remojo. Cuando llegaba, al medio día, ayudaba con el almuerzo y se ponía luego a lavar la ropa; al atardecer terminaba planchando las últimas camisas de su tío Antonio.

 

Aquellos eran parientes por el lado de su abuela materna. Algo así como tíos segundos y primos terceros.

 

Todo iba muy bien excepto por dos cosas a cual más de graves ambas: Ella se había enamorado de su maestro, que además era el Director de la Escuela; y uno de sus primos, ya grandes, todas las noches llegaba a tocarle la puerta de su cuartito, que quedaba solito a la par de la cocina.

 

En palabras de doña Juana: "A mi me daba susto escuchar a mi primo al otro lado de la puerta, pero por otro lado, no dejaba de halagarme" y con respecto a su maestro: "al principio me daba no se qué, cuando se me arrimaba por detrás dis que para ayudarme con alguna operación y me hablaba bajito y cerquita del oído, luego se las agenció para que yo me quedara una clase más, cuando todos se iban y comenzó a tocarme y a decirme cosas.

 

Lo que él me decía no me gustaba, pero yo sentía cosas, estaba enamorada de él...El me había enseñado a leer y a escribir, sabía tantas cosas, era tan bueno con todos los chiquillos... Yo no sabía nada de nada, ni tenía a quién  preguntarle y como al tercer día de esas clases privadas, me agarró y me hizo lo que quiso y la verdad es que yo ni cuenta me di de lo que había pasado esa mañana... y lo peor fue que esa misma noche el primo se había metido en mi cuarto mucho antes de que yo me acostara y se escondió debajo de la cama. Cuando yo me acosté, salió e hizo lo mismo que el maestro, solo que un poquito mas despacio y entonces me fui dando cuenta de lo que estaba pasando. Esa situación duró como cuatro meses; la verdad a mi no me gustaba para nada, pero ellos parecían disfrutarlo muchísimo y fueron encontrando argumentos para mantenerme callada y sumisa. Me salvó la panza que entonces se me empezó a notar e inmediatamente me devolvieron a casa de mis abuelos...."

 

Y luego me dijo directamente a mi: "Esta es la primera vez que le cuento a alguien sobre el posible padre de mi hija. Por dicha ella es igualita a mi, no sabes lo que esto significa para mi, vos sos un jovencito y a lo mejor todavía no has hecho algo parecido a lo que hizo mi primo y mi maestro; ojalá en adelante sea respetuoso con las mujeres"

 

Ese día doña Juana guardó silencio largo rato, sus ojos húmedos como lagunas, se perdieron en el tiempo y la distancia, recordando acaso muchos detalles de aquella historia que acababa de contarme. A sus quince años, ¿quién le habría ayudado a desentrañar toda esa maraña de confusiones que en su mente infantil se habían anudado?; ¿cómo la habrían recibido sus abuelos y su madre? ¿Qué pasó después del nacimiento de su hija? Me quedé con un montón de preguntas en mi garganta, pero sobre todo con un hondo pesar de todo aquello. La verdad es que cuando doña Juana comenzó aquel relato, no pude dejar de excitarme para luego sentir como que caía en un hondo abismo; jamás tan profundo, supongo, como en el que ella había caído en aquel momento de su vida.

 

Silencio Total:

 

Se lo tuvieron que decir para darse cuenta. A pesar de haber visto tantas veces a su madre embarazada, doña Juana no había caído en cuentas de lo que le estaba pasando. Solo cuando su tía segunda le preguntó sobre aquella barriguita y desde hacía cuanto que no le venía la regla y cuando le preguntó que quién era el padre de aquella criatura, que quién se había acostado con ella; solo entonces recordó el salto de los toros sobre las vacas, de los berracos sobre las chanchas, de los gallos correteando a las gallinas para luego encaramárseles sobre sus lomos rapidito como el maestro...La cama grande donde dormía su madre, primero con su padre y luego con el padrastro...y las panzas de su mamá, ¡claro!, ahora si que entendía todo aquel misterio que su madre jamás quiso revelarle, siempre había preguntado y la respuesta había sido: "así Dios lo quiere, mi hijita".

 

Entonces guardó silencio, por más preguntas, por más amenazas, por más bofetones y chililladas, que así como estaba le dio su tía y luego su madre y sus abuelos. Calló y se acostumbró a callar.

 

Ninguna amenaza era mayor que la de aquellos dos hombres, que en los últimos días y para seguir haciendo lo que quisieron, la habían convencido de que ella era la única culpable de todo lo que le estaba pasando, que ellos eran las víctimas enamoradas por sus atrevidos encantos. Ella con sus embrujos los había empujado a realizar aquellas cosas oscuras y si alguien se enteraba le sacarían el corazón con sus propias manos.

 

Y a como dicen: "A dos chuzos no hay toro bravo".

 

Me decía doña Juana: "Imagínese que iba a decir yo, me preguntaban quien era el papá y yo no sabía. ¡No era uno, eran dos! Si ya me decían un montón de cosas feas, ¡que no me dirían si yo hablaba!; y por otra parte si yo hablaba, y ellos cumplían su palabra, ¿adonde me metía yo?"

 

-Siguió un silencio profundo en el relato de doña Juana, valiente mujer que a sus años podía recordar aquellas historias derramando apenas una lágrima y sin rabia en sus palabras...Guardamos el luto del recuerdo con unos minutos de silencio y continuamos la conversación-.

 

Poco a poco se fueron acostumbrando a su silencio. Hacía los oficios en la casa de sus abuelos y ni siquiera a la ventana la dejaban asomarse... Los días pasaron y se le vino la maternidad; contaba: "Cuando yo empecé a sentir aquella criatura dentro de mi, primero me asusté, pero luego lo disfruté montones y canté y canté como cantaba mi madre cuando estaba embarazada y le hablé y le conté cuentos que había aprendido de mi abuela, sobre todo en las noches que pasaba en vela por los muchos movimientos de mi pequeña; solo a ella le hablaba, lo demás era seguir instrucciones, hacer todo lo que mis abuelos indicaban...

 

A mi hija le di de mamar durante los primeros seis meses, era mi muñequita, la bañaba, la tenía de lo más mudadita con la ropita que habían dejado mis hermanas menores. Siempre estaba conmigo, aún cuando hacía los oficios, La tenía en una hamaca y le cantaba sin cesar.

 

Los hombres del pueblo comenzaron a merodear por la casa y mis abuelos decidieron que yo me tenía que ir a trabajar a la zona. El asunto era que ellos pensaban que conmigo ningún hombre iba a casarse, todos me buscarían para lo mismo que los primeros y la verdad es que a mi tampoco me hacía gracia aquello. No más cumplidos lo seis meses de mi hija, mis abuelos se hicieron cargo de ella y yo me fui a la Zona Sur, a buscar a un tío, hermano de mi madre, que tenía varios años de estar por allá.

 

Si yo hubiera sabido todo lo que me esperaba, seguro que no me habría dejado mandar. Por otra parte pienso que seguro me faltaba mucho por aprender, "nadie escarmienta en cabeza ajena" dice un refrán"...

 

Y doña Juana volvió a su silencio... ¿Cuántos recuerdos se agolpaban en su cerebro?

 

Su mirada perdida en el horizonte profundo de sus pensamientos, navegó sin rumbo, largo tiempo y solo me habló para despedirse y agradecerme la compañía de aquel largo viaje.

 

Golfito no es para mujeres:

Diecisiete años recién cumplidos tenía doña Juana cuando llegó a Golfito y su tío Pancho Cortés la recibió con el peor saludo que pudo encontrar: "¿Qué hacés vos aquí chiquilla? ¡Golfito no es para mujeres!" y se la llevó a su casa que compartía con una matrona de un prostíbulo con la que tenía amoríos.

 

Ambos se la pasaban la mayoría del tiempo ebrios y las botellas de licor estorbaban por toda la casa.

 

El tío tenía un amigo panadero, Rodrigo Gutiérrez le dio el primer trabajo a doña Juana, que ya al segundo día de estar en Golfito, se levantaba a las dos de la mañana para ir a trabajar en la panadería.

 

En tres meses ya se sabía el teje y maneje de la industria. Melcochones, manitas, galletas, roscas, pan dulce, pudín, polvorones, suspiros, bonetes, quesadillas, bizcotelas; todas las clases de pan y repostería, salían perfectas de sus manos de mujer trabajadora. A las diez de la mañana terminaba la faena y le quedaba todo el día para atender la casa del tío y esperar el día siguiente.

 

Su tío le pedía la mitad del salario: "pa’ los gastos de la casa" -le decía- y la otra mitad la mandaba a sus abuelos, con la esperanza de que algo le tocara a su pequeña María.

 

"Uno se acostumbra a todo en esta vida, allá ni en Lorena ni en Lagunilla había licor en la casa, en cambio con mi tío, a veces no había que comer, pero siempre había bebida. Yo me fui acostumbrando poco a poco a esa situación y cuando me di cuenta, ya me zampaba mis tragos de guaro para matar el aburrimiento de los días tan largos y tan lluviosos como jamás los había visto yo. Toda mi disciplina se fue quedando por ahí y comencé a trabar amistad con la mujer de mi tío. Ella supo sacar todo el rencor que guardaba yo adentro con aquellos hombres y con mi familia.

 

Me fue metiendo poco a poco en su mundo, me hizo odiar a mi madre y a todo el mundo; y cuando ya no tenía un resquicio de amor por nadie, salvo mi hija,,, me llevó a su negocio...

 

Fue un trabajo paciente el de esa mujer. Para entonces ya tenía año y medio de estar allí. Mi tío Pancho se había ido para Corcovado con unos oreros que se habían pasado mes y medio en el Putero de "La Macha", gastándose una pequeña parte del oro que habían obtenido la última vez. El resto del dinero lo invirtieron en una maquinaria que un gringo les vendió "para que sacaran oro de verdad" -según les aseguró-.

 

Los oreros le ofrecieron buena paga al tío pues tenía experiencia como tractorista, así que iría como operario de la tal máquina.

 

Al tío no solo le gustó la idea, sino que le cogió la fiebre del oro y estaba dispuesto a la aventura con o sin paga, con tal de que le tocara un porcentaje de lo que sacaran...

 

Por otra parte yo ya tenía un mes de estar sin trabajo, porque don Rodrigo se había alzado de tanda, después como de tres años de estar de parada y se había ido para San José, detrás de una mujer, dejando clausurada la panadería.

 

Por más que le rogué para que la dejara a mi cargo, no hubo forma. Me dijo que muy pronto estaría de vuelta. Después lo encontraría, tres años más tarde, como con treinta años más, por el deterioro de tres años de borracheras.

 

Así que ahí estaba yo junto a La Macha, bebiendo licor que mi tío había dejado por toda la casa y cuando me percaté, ya me estaba acostando con un hombre que me llevó hasta allí, para que no me diera vergüenza de ir a su negocio.

 

Ella se encargaba de que no me faltara guaro ni hombres; me decían "La Perfumada" por los montones de "Pacholí" que yo me echaba, según ellos para enamorarlos; -desgraciados más tontos: lo hacía para quitarme el asco de los olores de todos esos pobres hombres- .

 

Me dolía profundamente aquella inmensa soledad, fui dejando de tomar licor y de ponerme tanto pacholí. La mayoría eran güilas como yo, muchachillos que se habían venido de sus pueblos sin saber leer ni escribir. Trabajaban en las bananeras o recogían poquillos de oro en las montañas de Corcovado. Saber leer era algo que tendría que agradecerle toda la vida a aquel medio padre de mi hija. Terminé leyéndoles las cartas que les mandaban sus familiares o sus novias y dándoles pequeños consejos, como si fuera una mujer de gran experiencia.

 

Todos esos consejos no se si les sirvieron de algo, pero a mi si. Me ayudaron a reconciliarme con mi vida y con mi familia. Pero tuve que hacer maletas porque si bien al principio me pagaban como si fuera prostituta, al poco tiempo, llegaban como mis amigos y no me daban un cinco por ese servicio.

 

La Macha me echó de la casa; de por sí mi tío la había dejado sola y yo no era nada de ella, así que no tenía porque mantenerme.

 

Conseguí trabajo en una fonda de una finca que llamaban "La Vaquita". Me encontré con el dueño por una pura casualidad en el parque de Golfito y me preguntó por mi antiguo patrón, que había sido su proveedor de pan muchos años. Después que le conté de la suerte de don Rodrigo, me ofreció el trabajo de salonera y ayudante de cocina y sin pensarlo dos veces me fui para "La Vaquita".

 

Solo seis meses estuve ahí, el señor resultó ser muy regañón y la verdad, después de todo lo que había vivido ya, no tenía la más mínima intención de aguantarle malacrianzas a nadie.

 

Se acercaba la navidad y quería regresar a mi pueblo. Ver a mi hija, a toda mi familia. Fui a Golfito nuevamente a buscar a mi tío y tuve la suerte de encontrarlo. Estaba como siempre festejando. Por fin habían logrado que la máquina funcionara tres días seguidos, hasta que se quebró una de sus piezas principales. Ahora tenían que esperar a que llegara el repuesto desde la Yunai. Mientras tanto lo mejor era celebrar.

 

Sus ojos parecían pepitas de oro; su rostro, toda su piel sudaba oro por los poros, oro era su único tema de conversación y finalmente un pequeño saquito de polvo de oro me regaló, para que no llegara a la casa con las manos vacías.

 

Fue la última vez que lo vi. Nunca más supimos de él en Lagunilla. No se si vive aún. Era buena gente mi tío Pancho, pero se había equivocado; si cabíamos las mujeres en Golfito...

 

Nostalgias I:

 

Doña Juana regresó a su pueblo antes de que su hija cumpliera cuatro años y fue la única fiesta de cumpleaños en que pudo estar, hasta la de sus quince años, en que tuvo que renunciar al trabajo que tenía para poder asistir.

 

Hizo el viaje en lancha desde Golfito hasta Puntarenas y de ahí hasta Bolsón. De Bolsón caminó hasta Lagunilla.

 

Cuando pasó por Puntarenas, le compró una muñequita de trapo a su chiquita y un vestidito blanco de vuelos con encajes azules, unos zapatitos blancos de charol y un sombrerito de marinerita. Sin contar cuando vivía en Lorena, esa fue una de sus mejores navidades, según me contó: "Mis abuelos estaban de buen humor y mi madre no la estaba pasando tan mal, pues el hombrecillo ese estaba de paradas con el licor y andaba medio enamorado de una fulana de Santa Cruz, así que se la pasaba buscándose oficios por allá.

 

El viaje me sirvió para pensar en todo lo que había vivido en esos tres años. Yo creía entonces que esas experiencias se irían conmigo a la tumba y ya ve, ahora me puedo morir tranquila porque a usted ya se las confesé todas"

 

Doña Juana iba dispuesta a hacer las paces con sus abuelos y a hacerse cargo de los quehaceres de la casa para poder estar cerca de su hija.

 

La platilla que llevaba producto de la venta del oro, le sirvió a su abuelo para pagar una hipoteca que tenía con un prestamista de Santa Cruz, que ya andaba mandando a medir la finquita. Todavía les quedó un restillo que gastaron en el rezo del niño, las fiestas del Santo Cristo de Esquipulas y el cumpleaños de María.

 

Fueron en total seis meses hermosos. Durante ese tiempo fue a visitar varias veces a sus parientes de Lorena y a bañarse en las cálidas y mágicas aguas del río Nimboyores. Le enseñó a nadar a María y a subirse en cuanto "palo" con frutas encontró. Se montó dos toretes en el rezo del niño y le amansó a María, un caballo chúcaro que le regaló el abuelo.

 

Hasta un noviecillo le salió. Se llamaba José y era del lado de Veintisiete de Abril. Todo iba muy bien con él, pero cuando se puso serio y quiso formalizar algo, le dijo que la llevaba a vivir con él, si se olvidaba de la María y la dejaba donde sus abuelos para siempre. Recuerdo que doña Juana me dijo: "Este José no se parecía en nada al San José de la Biblia, que yo conocía y él tampoco tenía la más mínima idea de la mujer que yo era y de mi año de experiencia satisfaciendo a varones; así que pude ver con claridad su egoísmo y el futuro que con él me esperaba y lo mandé a la mierda, sin más ni más".

 

Luego me siguió contando: "Pero no vaya a creer que yo no se querer a un hombre, no que va, yo tuve un amor de verdad, lo conocí en la Biblioteca Nacional. Para ese tiempo trabajaba en el Barrio Aranjuez como doméstica y en mis ratos libres me iba a la Biblioteca a hacer algo de lo que más amo en la vida que es leer.

 

Tenía treinta y cinco años y él veintiuno. Era el año de mil novecientos sesenta y uno y ya era abuela.

 

Yo me sentaba a leer a Rubén Darío, Sor Juana Inés de la Cruz, Federico García Lorca, José Martí y él siempre estaba ahí, leyendo también. Aparentaba más años de los que tenía, quizás por su barba cerrada y sus prematuras canas. Un día me prestó un libro de Pablo Neruda y al poco tiempo nos sentábamos en el Parque Nacional a leer juntos. Se enamoró de mi y yo de él. Me llevó a vivir a su cuartito hasta su partida nueve meses después. Era nicaragüense y estaba en contra del gobierno de su país. Lo seguí viendo una vez al año, hasta que murió de una fiebre que cogió en las montañas. Nunca me pidió nada, ni preguntó nada, supo de mi hija y mi nieta y las quiso como suyas, aún sin conocerlas. A mis treinta y cinco años pude sentir todo lo que una mujer puede sentir y durante cinco años de mi vida seguí disfrutando de ese regalo.

 

El verdadero amor no se puede comprar, ni coger a la fuerza o por engaños. El verdadero amor se regala sin condiciones y mientras se mantenga así, perdura. Va cambiando, pero perdura..."

 

Esta fue una de sus últimas confesiones que en aquellos años no pude entender muy bien, pero que han regresado a mi mente en los momentos que lo he necesitado, gracias a doña Juana.

 

Nostalgias II:

 

"Cuando regresé a la casa y pasé esos seis meses al lado de mi pequeña, me llené de ilusiones. Ya veía a mi hija yendo a la escuela, al colegio, haciéndose maestra. Viví cada uno de esos días plenamente, llena de felicidad y enseñándole cosas. Las dos éramos felices así, pero a mí se me metió que tenía que darle lo mejor a mi hija, sin darme cuenta que lo mejor se lo estaba dando en ese momento.

 

Tal vez algo tuvo que ver José en todo esto. Desde que se apareció dis que enamorado de mí y con ganas de casarse a cambio de que dejara a María en manos de mis abuelos, como si no fuera mi hija, me entró la idea que yo estaba en este mundo para darle a María todo lo que yo no había tenido y lo que había perdido.

 

Por otra parte el abuelo no aceptaba que yo trabajara la finca, yo quería sembrar una huerta, pero él decía que ni siquiera había suficiente espacio para las vaquillas y los terneros. Decía que las huertas eran cosas de ricos, de gente que le sobraba tierra, como a mi padre cuando yo estaba pequeña y todavía no se había muerto; y para remachar decía: "Donde se ha visto una mujer metida en cosas de hombres".

 

Así que en cuanto se acabó el dinero de la venta del oro que el Tío me había regalado en Golfito, comencé a buscar trabajo y buscando y buscando, volví a hacer maletas y me fui hasta Limón, porque los hombres del pueblo que iban por allá decían que en esa zona si abundaba la plata.

 

María tenía que ser maestra y plata era lo que yo creía ocupar para lograr ese sueño.

 

Ella era mi única ilusión, así que yo estaba dispuesta a realizar cualquier trabajo honrado, con tal de conseguirlo. Comencé en Limón, en una finca bananera por un lugar que se llama Cariari de Guápiles. Ahí estaban sembrando banano a diestra y siniestra, pero en realidad la plata salía de los montones de madera que se talaba para hacer las plantaciones.

 

Abundaba el trabajo, tanto para sacar la madera como para el cultivo del banano y por supuesto para darle de comer a toda esa peonada. Así que me coloqué fácilmente de cocinera en una fonda del lugar.

 

Fueron miles de quintales de arroz y frijoles los que cocinaron estas manos. Kilómetros y kilómetros de fideos, como para hacer una carretera por todo este continente. Teníamos una olla de hierro enorme con una sopa que nunca se terminaba. Cuando se servía el almuerzo o la comida y la olla quedaba medio vacía, se aprovechaba el intermedio para volver a cargarla de carne, verduras y olores y así estuviera lista para la siguiente tanda. La verdad no recuerdo haber lavado esa olla ni una sola vez en los siete años que pasé en esa cocina. Se decía que quién fuera a Cariari y no comiera de esa sopa, todavía no conocía el pueblo. Esa era la sopa más famosa de toda la zona.

 

Siete años de ver a mi hija solo una vez al año; o para las navidades o para la semana santa. Siempre tuve que escoger entre una de las dos fechas. Siete años de estar mandando todo el dinero para que en la casa de mis abuelos no faltara nada para mi hija, para que tuviera siempre zapatos (aunque los odiaba pues le encantaba andar descalza), linda ropa y suficientes uniformes y útiles para la escuela y luego el colegio. Nunca le pregunté si ella quería ser maestra; a mí si me hubiera gustado serla yo.

 

Siete años de seguir siendo su papá, cuando yo lo único que quería era ser su mamá. Siete años que se sumaron a los que ya llevaba lejos de ella y a los que se agregarían los siguientes catorce años que pasé trabajando en San José, después que se quemó la fonda de Cariari, gracias a la olla de sopa que nunca se apagaba y que terminó por cocinar todito el local y los ahorros que la dueña tenía guardados adentro del colchón, después de cambiarlos por billetes de a cien, que eran los más grandes que se conseguían entonces por esas tierras.

 

Yo siempre le trabajé como si aquel negocio fuera mío, a pesar de saber que ella ganaba mucho y pagaba poco. Lo que pasa es que para mi era suficiente. Sin vicios, sin ilusiones personales, todo lo que ganaba era para mi hija y lo mínimo para mí. Cuando me fui, ni prestaciones me llevé. También se quedaron entre las cenizas de la sopa, como un presagio de las penas que viviría con mi hija en los años venideros."

 

Ilusiones

 

"Cuando se quemó la fonda donde trabajaba en Cariari de Guápiles, me fui para San José y me coloqué de empleada doméstica en la casa de unos señorones por el Paseo Colón. Ahí estuve tres años, hasta el cumpleaños número quince de mi hija. Todos los detalles de la fiesta los organizamos en mis vacaciones de diciembre. La fiesta sería el último sábado de febrero, con el fin de contar con el dinerito de ese mes para los últimos gastos. Nunca les había pedido un solo permiso a los patrones, ni jamás me había enfermado.

 

Yo creía que me trataban muy bien, aunque luego saqué cuentas de que en realidad yo no les di un solo motivo para que me trataran mal; hasta el día en que le comuniqué a la patrona que necesitaba ese fin de semana para hacer la fiesta de mi hija.

 

¡Para qué lo hice!, ¡mejor hubiera renunciado de una sola vez!

 

Me trató de irresponsable, de confianzuda, de igualada, hasta se puso a sospechar de donde podía sacar yo el dinero para hacerle una fiesta a mi hija.

 

En esos tres años yo solo había tenido vacaciones en diciembre, porque ellos acostumbraban irse de viaje a los Estados Unidos. El resto del año trabajaba los siete días de la semana y era normal que estuviera sirviendo comidas y bebidas hasta altas horas de la noche, sobre todo los fines de semana.

 

Yo con tal de ahorrar, había aceptado trabajar en esas condiciones y jamás me imaginé la clase de patrones que tenía.

 

La verdad no era distinto de lo que las mujeres hacemos en nuestra propia casa; como mi madre cuando yo estaba pequeña, que aparte de los oficios de la casa y atender a todos sus hijos, tenía que alimentar a mas de veinte trabajadores, hacer los quesos y dar de comer a las gallinas y los cerdos, porque todo eso era el trabajo de las mujeres y las niñas. Cuando yo le ayudaba, imaginaba que aquello era un juego y jamás tuve conciencia de que formaba parte de mis obligaciones de hija mujer.

 

Cuando agarré mis cositas y me fui de esa casa, la señora no se lo podía creer e incluso estuvo llamando a la policía para que me detuvieran por incumplimiento de contrato; ahora pienso que seguro ni llamó, seguro lo hacía para asustarme y ver si yo desistía de mi decisión. Pero eso sí, nunca mostró ni la más pequeña rendija de arrepentimiento por sus ofensas. Tan fácil que hubiera sido disculparse y darme el permiso...

 

En fin, me fui sin mirar atrás, dispuesta a no permitir que en adelante me trataran de semejante forma. Me fui al quinceaños de mi hija llena de ilusiones, yo no podía faltar a esa fiesta porque era mi fiesta, la que yo nunca tuve y que ahora tendría a través de ella.

 

Cuando mi niña entró a la iglesia para el Te Deum, parecía una reina, toda vestida de blanco, con su velo y su rosario... Cuando bailaba el Vals con su acompañante era una verdadera princesa, de esas que hay en Europa...

 

Todavía la miro riendo con sus compañeras de colegio, partiendo y repartiendo el queque de tres pisos que le hizo la abuela; brindando con los invitados...

 

Estaba en tercer año del colegio y ya yo la veía estudiando para maestra en la Escuela Normal Superior, en Heredia...

 

Mientras fue una niña siempre se lo creyó. Solo jugaba de escuelita y ella era la maestra. Pero de adolescente no era tema de su más mínimo interés.

 

Se la pasaba susurrando con sus compañeras cosas que yo no podía comprender, cosas que yo nunca viví.

 

Como no le faltaba nada, porque todo lo que yo ganaba era para ella, se las agenciaba para andar de casa en casa de sus compañeras de colegio y así no se perdía fiesta ni baile que hubiera por todo el cantón de Santa Cruz.

 

Nadie le ponía orden a esa pobre mocosa y yo con tal de que llevara buenas notas, no me importaba lo que hiciera, de todas formas tan largo de ella...

 

Solo si le enviaba dinero era buena madre, sino "ni para eso servía" como me dijo ella, más de una vez.

 

En cuarto año quedó embarazada y al igual que yo, mi hija tampoco supo quien fue el padre de su hija. Si a mi me ocurrió por ignorante, a ella le pasó por lo mismo y por desvergonzada, pues anduvo acostándose con cuanto hombre le gustaba. De ahí en adelante, todo lo que hizo mi hija, fue para sepultar bien hondo, toditas mis ilusiones.

 

Todo se repite:

 

"Los quince años de María marcaron una etapa distinta en mi vida. Seguí trabajando en San José, sí, pero comencé a ver la vida de una forma diferente. Con la salida de mi anterior trabajo, tomé la decisión de no aceptar en adelante trabajos en donde me trataran mal, o no aceptaran mis condiciones con respecto a mis días libres y mis vacaciones. Así logré que en vez de tener un día libre por semana, este se acumulara para tener una semana libre cada dos meses, y más días libres en diciembre.

 

Desde entonces, nunca he faltado a un cumpleaños de mi hija o de mi nieta, ni a las fiestas de mi Cristo de Esquipulas, Claro que para eso tuve que caminar mucho y conocer a mucha gente y tener la paciencia de andar de un trabajo a otro, probando y probando, hasta encontrar los patrones que yo quería.

 

Ese año y los cinco siguientes, tuve por lo menos un empleo nuevo cada dos meses. A veces  porque yo al mes cogía la paga y me iba, ya que no me gustaba algo de los patrones y otras porque cuando regresaba de mi semana de descanso, me encontraba en mi puesto, una nueva empleada que estaba dispuesta a trabajar todo el año por menos paga y apenas con una semana de vacaciones en diciembre, que era lo usual en ese tiempo.

 

Así trabajaba un mes o dos y me pasaba una semana en mi pueblo.

 

Volvía a la capital y conseguía trabajo como por arte de magia y también como por arte de magia lo perdía al mes o a los dos meses. Eso si, con nadie terminaba mal. Cuando era yo la que no quería seguir, les daba mil excusas, les agradecía de corazón (lo cual era cierto) y ellos igual me agradecían y me decían que si arreglaba mis asuntos volviera con ellos.

 

Algunas veces lo hice. Cansada de caminar todo un día entero sin encontrar trabajo, me dirigí a alguno de esos que yo había dejado y siempre me acogieron con agradecimiento. Me daban hospedaje y al día siguiente me habían conseguido trabajo con alguna de sus amistades.

 

Cuando eran ellos los que se conseguían otra empleada mientras andaba en mi pueblo, casi siempre me tenían colocada en otro lado y ampliamente recomendada, pues habían conocido mi eficiencia y entrega en el trabajo. En realidad los pobres, el problema que tenían era que no podían soportar un solo día sin doméstica en su casa y con la vergüenza de no haber respetado nuestro acuerdo de trabajo, ellos mismos me conseguían el nuevo.

 

En esos años me conocí San José de cabo a rabo. Conocí a mucha gente y aprendí muchas cosas. Costumbres distintas, montones de recetas, jardinería; escuché música al gusto de cada uno de mis múltiples patrones, limpié y miré infinidad de bellísimas o rarísimas pinturas, leí libros muy distintos, en fin aprendí un poquito de cada uno de los hogares donde serví. Y por fin encontré una familia que valoró ampliamente mi trabajo y me concedió las condiciones que yo quería y un poco más.

 

Cuando salí de allí fue porque debía hacerme cargo de la casa y la finquita en Lagunilla, cuando mi abuelo faltó. Viajar tanto de San José a mi pueblo y pasar tanto tiempo con mi hija a partir de sus quince años, me permitió darme cuenta que ya la había perdido.

 

En su "aborrescencia", como le llamaba una amiga limonense a la adolescencia, solo estaba interesada en las fiestas y los muchachos y perdida de amor por un músico (como su abuela) andaba de baile en baile, hasta que quedó embarazada. Conmigo no se entendía para nada, yo solamente era su fuente de dinero.

 

Miraba a mi madre siempre enamorada de mi padrastro que no dejaba de tratarla mal y le pedía a Dios que por lo menos a mi hija se le pasara pronto ese enamoramiento o que el muchacho ese no le saliera como el sátiro que de vez en cuando, acompañaba a mi mamá.

 

Cuando iba a nacer mi nieta, yo me preguntaba a quién se iba a parecer, no físicamente, sino en su carácter. Ahora, me alegro de observarla tan parecida a  mí y aunque muchas cosas se repiten, como en la vida de mi madre y mi hija, o de mi nieta y la mía, estoy satisfecha de que al tomar una las decisiones, sin dejarse arrastrar por los vaivenes de la vida, he podido estar lo suficientemente cerca de mi nieta, como para haberle servido de ejemplo y a la vez poco a poco me he ido ganando el cariño y la comprensión de mi hija y logrando pequeños cambios positivos para toda mi familia. Así, aunque ahora veo que todo se repite, estoy convencida de que con el ejemplo que le damos a mi bisnieta, ella tendrá la posibilidad de decidir sobre los asuntos de su vida, como por ejemplo, si será madre o no."

 

De Tibás a Desamparados, de Escazú a Moravia, Parada en Barrio Amón:

 

Cuando doña Juana tomó la decisión de no dejar que la trataran mal en sus trabajos de empleada doméstica y de lograr que le dieran una semana libre por cada dos meses de trabajo sin descanso, no sabía la cantidad de patronos que conocería, ni la cantidad de kilómetros que caminaría; ni mucho menos se detuvo a pensar la cantidad de barrios de San José por los que pasaría. Tanto conoció, que si hubiera sabido manejar carro, habría podido ser la primera mujer taxista de San José.

 

Durante cinco años se la pasó con trabajos que no duraron más allá de los dos meses. En sus conversaciones una vez me dijo que ella calculaba que en esos años llegó a trabajar como en cuarenta casas distintas.

 

Ahora que escribo esto, pienso que esa gran fuerza de voluntad, solo la desarrolla una persona que ha sabido aprovechar las experiencias de su vida y definitivamente doña Juana fue una de esas personas.

 

Me contaba ella: "Esos años fueron muy duros y muy hermosos a la vez. Recuerdo que el primer trabajo que tuve fue con una bella familia de Tibás. Era una pareja joven y bien acomodada. El señor era ingeniero o algo así y la señora era maestra y siempre estaba embarazada. Con ellos trabajé como tres veces distintas en los cinco años que anduve de un lado para otro. Cuando llegué a esa casa ya tenían cuatro niños y la última vez que supe de ellos, iban por los ocho. Ahí me hubiera quedado sino es porque ya se me había metido que tenían que aceptar que yo trabajaba dos meses seguidos y descansaba una semana.

 

Los pobres no podían vivir un día sin empleada doméstica ni niñera. Recuerdo que la última ocasión que trabajé para ellos, llegué a salvarles la tanda porque se les habían ido la empleada y la niñera, así que yo hacía lo que podía mientras encontraban nuevo personal. Un día cualquiera, después del desayuno, los chiquillos estaban jugando en la calle, cuando pasaban los señores de la Municipalidad limpiando las calles; y el que tenía cuatro años se puso a conversar con uno de ellos y se fue detrás de él preguntándole cosas. El señor ocupado en lo suyo y entretenido con el niño no se percató de lo que ocurría y nosotros en la casa no nos dimos cuenta que faltaba el bendito chiquillo, sino hasta la hora del almuerzo. Para entonces ya habían pasado cuatro horas y pasarían dos horas más, mientras los otros chiquillos recordaban lo que había pasado. Cuando el patrón llegó a la Municipalidad, como a las tres de la tarde a preguntar por su hijo, ahí estaba el escuincle, comiéndose un helado en los regazos de una secretaria y preguntando por esto y lo otro que era lo único que sabía hacer el bendito mocoso. Mientras tanto en la casa, la señora se consolaba diciendo "Dios los da y Dios los quita" y se sobaba su enorme barriga pronta a entregarle su octava criatura.

 

En Desamparados estuve en varias casas, pero jamás olvidaré la casa del zapatero. Hombre bonachón y bailarín, que trabajaba día y noche hasta el sábado a medio día. Después se "catriniaba" y se iba para el "Jorón" (un salón de baile muy famoso por aquellos años) y regresaba hasta el lunes en la madrugada. Tenía una hija que necesitaba cuidados diarios y no le servía que yo me estuviera yendo toda una semana, cada dos meses".

 

Y sigue contando doña Juana: "En una ocasión que venía en el bus de Santa Cruz, me senté con una señora que resultó ser de Escazú y regresaba de Nicoya, de visitar una pariente y buscando una empleada, según me contó. A mi me dio la impresión de que era buena gente y como la muchacha que iba a irse para su casa lo haría hasta el mes siguiente en que terminaban las clases, yo me le ofrecí por ese mes. ¡Qué embarcada me pegué! La casa era un palacio como con veinte habitaciones que había que mantener sin una orilla de polvo y aparte había que ayudar en la cocina y sirviendo en las múltiples veladas sociales que allí se hacían. Trabajaba de las cuatro de la mañana hasta las cuatro de la tarde y muchas noches como hasta las doce. Terminé agotadísima ese mes y me quedé 15 días en Lagunilla.

 

Un día antes de salir de esa casa llegaron 3 muchachas y no una, como me había contado la señora. Así que yo había estado haciendo el trabajo de tres y me llevé la paga de una.

 

En Moravia solo estuve en una casa y solo un mes. A los quince días, todos los hombres de esa casa ya se sentían con suficiente confianza y comenzaron a molestar. Eran el Patrón, dos hijos ya casados y el muchacho que estudiaba en la Universidad, todavía soltero. Todos eran igualitos al viejo. Aprovechaban cualquier momento para decirme vulgaridades e incluso tratar de tocarme. La señora se daba cuenta y se hacía la tonta. A mi me parecía que le daba mucha vergüenza, pero se sentía impotente para reaccionar.

 

Salí de ahí al mes y nunca volví por Moravia, a pesar de que tuve varias ofertas de trabajo.

 

Pero todo esfuerzo serio tiene su recompensa, el último trabajo que tuve fue en el barrio Amón con una familia cultísima y muy humilde. Tenían recursos, pero no eran ostentosos. Había fallecido su empleada de toda la vida y no tuvieron ningún reparo para aceptar mis condiciones. Mientras estuve allí siempre fueron muy considerados conmigo y me enseñaron muchas cosas. Yo les entregué toda mi capacidad de trabajo y nos llegamos a querer muchísimo. Primero vivía con ellos hasta que conocí a Juan y me fui a vivir con él.

 

Los dejé cuando mi abuelo murió y me fui a Lagunilla a trabajar la finquita. Ahora cuando voy a San José, me hospedo con ellos y me tratan como a un miembro de la familia. Esa pareja son ahora mis hermanos mayores, mis maestros de la vida y les viviré eternamente agradecida."

 

Una Juana y cinco Marías:

 

En uno de los últimos viajes que hicimos juntos hacia la meseta central me contó doña Juana: "Cuando mi abuelo murió regresé a Lagunilla a hacerme cargo de mi abuela María Antonia, de mi hija María, de mi nieta María Juana, de mi bisnieta María de los Ángeles y de mi madre María, que se quedó sola, pues mis hermanos, todos se fueron a la zona bananera y el hombre que la molestaba, por fin se fue al otro lado, en una de sus borracheras; ¡ah! y por su puesto de la finca, que había sido mi sueño de siempre.

 

-Una Juana y cinco Marías - les dije una tarde que estábamos reunidas todas en el alerón de la casa, mirando como se iba el sol de a poquito, allá por Junquillal... Y me gustó. Me supo rico hacerme consciente de que la vida me había dado la oportunidad de tener bajo mi abrazo a estas cinco Marías de mi corazón.

 

Entonces ese día yo comencé a  hablar y a contarles de a poco a poco, la historia de mi vida y les conté primero del muchachito que había conocido en el bus de la Empresa Alfaro". -"Sabes", me dijo a mí. "Yo nunca me imaginé que podría tener un amigo tan joven como vos, bueno la verdad es que has sido como un cura para mi, solo que baratico, pues no hay que mantenerlo con la limosna" y se echó una risotada.-

 

"Hablamos, ahora hablamos mucho, todas las tardes nos sentamos a hablar y la Marielos nos mira con atención hasta que se queda dormida. Todo ha ido saliendo poco a poco. Nadie tiene intenciones de juzgar a nadie, todas hemos comprendido  que cada una lleva su propia carga y con estas tertulias estamos aprendiendo. De las experiencias de todas, de los miedos, (bueno, de los miedos nos reímos mucho porque en cuanto los contamos desaparecen; comienzan enormes en nuestros cuentos, como un gran globo inflado que abarca casi todo el espacio y no nos deja ni respirar y cuando estamos terminando ya se han ido desvanecidos como olor de pedo en una ventisca) también de los sueños y de todo cuanto nos parece importante y ahora yo creo que todas sentimos que estamos como en una escuela, solo que una escuela de la vida.

 

Si estamos juntas no es para hacernos la vida imposible, no es para imponer los caprichos de cada una, es para aprender juntas, para querernos de verdad. Eso se llama respeto", sentenció doña Juana.

 

Juana Angulo, heroína anónima, hija querida y maltratada, madre-padre adolescente, cocinera, panadera, salonera, prostituta, vaquera, agricultora, bisabuela a sus cuarenta y nueve años; víctima de una enfermedad incurable; fiel estandarte de la mujer guanacasteca; ante todo mis respetos.

 

A doña Juana la conocí en el mes de mayo del año de mil novecientos setenta y cinco, tenía yo quince años e iniciaba estudios en el colegio Agropecuario de San Carlos, donde me graduaría tres años mas tarde.

 

Cuando la conocí era una agricultora consumada. Tenía una huerta a la vera del río que era la envidia de todos sus vecinos. Ahí encontrabas casi cualquier planta medicinal; yuca, caña, plátanos, guineos, cuadrados y bananos; ñame, tiquizque, ñanpí y camote; maíces blancos, amarillos, maicenos y pujaguas; tomate, pepino, chile, culantro de castilla y de coyote; arroz y frijoles rojos, negros y bayos; limones, naranjas, papayas y hasta piñas, cuando a nadie se le ocurría sembrarlas en Guanacaste. Resumiendo, doña Juana tenía una "Huerta de verdad", había de todo y por supuesto tenía sus animalitos: gallinas, chompipes, patos, piches, codornices, cerdos, cabras y una vaquilla para el ordeño. Tres perros, un gato, dos pericos y una lora.

 

La última vez que la vi, no sabía yo que era la última vez, así que me quedé esperando que se volviera a montar al autobús cada vez que viajaba a San José, desde Nicoya, durante un largo tiempo...

 

Ahora la encuentro a menudo en mi madre, mi esposa, mi hija, mis hermanas, mis cuñadas, mis amigas; en mi abuela que siempre recordaré. En las mujeres que he conocido a lo largo de mi vida, en las amantes que he tenido, en las enfermeras que ayudaron a mis hijos a nacer, en la cantinera de la esquina, la pulpera del frente, en mis compañeras de trabajo.

 

Doña Juana es un símbolo, es el símbolo de la mujer guanacasteca, costarricense, de la mujer de este mundo; es una historia inconclusa de penas y alegrías, de desalientos, luchas y esperanzas; es una historia que por lo menos a mi me ha servido para comprender, que a esta vida venimos para aprender a compartir. Gracias Juana Angulo. Gracias Mujeres. Gracias Lectores.

 

Fin.