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Ayúdame, soy esclavo de la calle.
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Sra. Virginia Madrigal
Meza.
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María Soledad.
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León Cortés.
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¿Que si existe la esclavitud? Si, lamentablemente existe de muchas formas
y en esta historia relataré de una, que sufrimos muchos individuos a lo largo
y ancho del mundo, a la vista y paciencia de todos aquellos que se dicen
creyentes de Dios.
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Era yo un niño de apenas diez años de
edad, que vivía en San Andrés de León Cortes.
Formaba parte de una familia de nueve, tres hermanas, cuatro hermanos
conmigo, mamá una linda y hacendosa ama de casa, buena cocinera, cariñosa
conmigo y con sus gallinas y Papá, un jornalero, de esos que sudan la frente
de sol a sol, sacándole a la tierra de sus entrañas sus frutos, con sangre de
sus callosas manos.
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Teníamos media manzana de terreno; en
una esquina, nuestra casa, hecha de tablas de roble sacadas con hacha, cuyo
corazón era la cocina donde mamá nos preparaba la comida. Aun recuerdo ese olor inconfundible de sus
tortillas de maíz recién molido, las tortas de huevos y los gallos de fríjol
destripado. Mamá nos preparaba una meriendotas de chayote sazón, ñampí,
tiquisque y yuca.
Todos esos manjares producidos por Papá a la orilla de casa. Podíamos decir en ese momento, que éramos
dueños de un paraíso terrenal que nos proveía todo lo que necesitábamos. Yo creo que con ese terrenito éramos ricos,
figúrese que hasta teníamos en una esquina un chancho de engorde, rascando
sus pulgas y amarrado de una pata... era nuestra mascota... y varias gallinas
sueltas que no dejaban de poner sus huevitos donde mejor les pareciera.
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Aquel pueblo rodeado de palos de jocotes
que llenaban nuestras panzas después de la escuela, y ese río al que íbamos a
bañarnos a diario eran un permanente parque de diversiones, solo que
gratuito.
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Aún recuerdo cuando nos juntábamos
varios compañeros de escuela, todos descalzos y moquientos
y emprendíamos las más formidables aventuras por entre los cafetales y los
potreros, jugando de exploradores, de indios y soldados y mas de uno,
enamorado de alguna chiquilla de la escuela.
Yo por mi parte, le había entregado mi corazón a Jacinta Solano, una
compañerita que vivía al otro lado del beneficio de café.
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Pero bueno como toda historia bonita,
siempre viene lo feo. Empezaron mis
hermanos mayores a insistirle a mi papá que vendiera el terrenito y nos
fuéramos para San José. Eran grandes
sus sueños de prosperidad y también sus insistencias. Vivían en la ciudad una tía mía y sus hijos
le llenaban la cabeza a mis hermanos de que ahí abundaba todo, los trabajos,
la ropa, la diversión, el dinero y mi Papá terminó creyendo el cuento y
vendió el terrero con la finalidad de prosperar en San José.
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No puedo negar, que yo me llenaba de
emoción de pensar que me convertiría en un señorito de la capital, hasta
creía que mis amigos de San Andrés me envidiarían cuando llegara a pasear, montado
en una moto, con zapatos en los pies y ropa nueva, oliendo a jabón y comiendo
helados...
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Llegó por fin el día de marcharnos, yo
estaba asustado pero contagiado de los sueños de mis hermanos y creí que
efectivamente cambiaría nuestra vida para bien en la tan soñada ciudad. Me despedí con lágrimas en los ojos de mis
amigos, les prometí que volvería y le dejé a Jacinta Solano, una hoja de
cuaderno, con un corazón dibujado, partido con una flecha.
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Llegamos a San José a casa de mi tía,
mientras tanto Papá conseguía una casa y un trabajo. Pasaron 15 días de incomodidades y ya tía
estaba que botaba el tapón. Al final
papá consiguió una casa hecha de puras latas de zing
viejas, en un barrio llamado La León Trece y un trabajo de peón de construcción
en un edificio en el centro de San José.
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Aquella construcción estaba llena de
rendijas, cerca de una hedionda acequia, nuestros vecinos eran los sapos y
las ratas y debíamos dormir hechos un puño para poder caber en aquella pobreza
y asquerosidad.
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Papá empezó a agobiarse con la pobreza
y un día, bastante alterado nos dijo que el trabajo que había conseguido no
era suficiente para mantenemos a todos y que de alguna forma tendríamos que
trabajar. Yo le insistí que nos devolviéramos
para San Andrés, pero ya no teníamos dinero... Era ya demasiado tarde.
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Al día siguiente muy de mañana salimos
a buscar trabajos, yo conseguí uno como repartidor de periódicos en San José,
mis hermanos mayores, uno de cuida carros y otro limpiando vidrios. Mi hermana mayor se metió a trabajar en una
casa como empleada doméstica y nunca la volvimos a ver.
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Nos levantábamos de mañana, cada uno
para su rumbo, mis hermanos más pequeños, se juntaban con niños del mismo barrio
y ya hablaban y se comportaban diferente, claro está, en mi barrio no había
palos de jocotes, ni quebradas para bañarse, ni potreros para jugar mejengas
con vejigas de chancho...
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Yo también ya era diferente, mis
amigos de las calles, me enseñaron a fumar y a tomar licor, más adelante me
dieron a probar la piedra. Cuando mi
papá se enteró se enfureció y me botó de la casa. Entonces me fui a vivir a las calles y descubrí
que la calle era como una prisión, que aunque tratara con todas las fuerzas
de liberarme de ella, nunca lo lograría.
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Fueron muchas las veces que robé para
poder consumir las drogas y devoré con ansiedad las sobras de comida de algún
niño rico que no quiso su plato en un restaurante. Fueron muchas las noches que dormí lleno de
frío y de temores, bajo un aguacero tapado con un cartón. Como extrañaba yo en esos días, mi camón de
madera cortada con hacha, mi estera, mi cobija solo huecos y hasta mis
pulgas. Mas
extrañaba aún a mi madre, sus tortillas, sus frijoles y su cariño.
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Y era yo esclavo de la miseria, de la
calle interminable cual laberinto sin salida, de las drogas y en el medio de
aquel bullicio de gente, de carros, de seres igual que yo y otros no tan
parecidos, seguía estando totalmente solo.
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Cruel fue aquella noche, en que mi
esclavitud por las drogas, me llevó a ofrecer mi delgado y torturado cuerpo
como pago por una piedra. Fue tan
dolorosa aquella sensación de canje, donde mi aún intocable ingenuidad de
niño fue violada y masacrada víctima de esclavitud.
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Una noche, cansado de mi vida y
deseando dar un vuelo eterno de piedra, consumí una grande, muy grande y
empecé a volar. Esa noche volé hasta
San Andrés de León Cortes, y llene mi panza de jocotes y me tiré varias veces
a la poza del río. Soñé con mis amigos
de antaño, los moquientos, y jugamos a los indios y
soldados. Besé en ese vuelo,
cariñosamente los labios de Jacinta y por fín quedé
dormido... Aún no he despertado. ¿Qué si hay esclavitud? Si la hay... Y de muchas formas. Yo era un esclavo de la calle y terminó
matándome su fría piedra.
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Y te preguntarás, ¿qué pasó con mi
padre y mi santa madre? Ellos aún no
saben que mi cuerpo inerte, seco y manchado por la calle, se encuentra ahí...
en un cajón frío sin nombre...
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Dedicado a Minga
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