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Las venteras de Matambú

(Cuento)

 

Rigoberto Castillo García

 

Guanacaste, tiene su cordón umbilical en Nicoya, y sus raíces persisten en Matambú, que es un barrio oriundo de la cuna Chorotega. Está al Sur-Este de este asiento, a unos diez kilómetros. Muy tranquilo, labriego y sencillo; religioso y de buenas costumbres; cubierto por bellas palmas reales, lomas fértiles y fresquísimos riachuelos y abundan en estas tierras la miel y la cera de zoncuanes, mariolas y jicotes; los que le brindan el dulzor natural a la apacible reserva indígena de Matambú.

 

Hace casi quinientos años, allá con la llegada de los españoles a estas tierras, se presentaron cosas muy extrañas e inesperadas, cosas temerarias. Los hombres de las diferentes comunidades indígenas como: Curime, Nambí, Quirimán, y Matambú, comenzaron a desaparecer en forma masiva y sin ninguna explicación. Se suponía que ellos salían para el trabajo, pero se ignoraba por que no regresaron nunca a reunirse con sus familias, ni qué suerte corrieron.

 

Las mujeres amanecían correteando para todos lados, pasaban el día y les anochecía sin saber noticia alguna.

 

Su desesperación y sus ansias se reducían a un lamento interminable, escondido debajo de los ranchos empajados con matambas y forrados con varitas de güiscoyol. Nadie supo dar cuenta de ellos, desaparecieron para siempre y nada más. Y fueron tantas las desapariciones, que hubo pueblitos que perdieron todos sus hombres. Parece que se fueron para una guerra muy larga y que en ella dejaron de existir.

 

Comunidades enteras de mujeres viudas y niños huérfanos, abandonados y empobrecidos era el saldo de una crisis rara, afincada en una población que siempre fue cuna de paz y trabajo; sencilla y amorosa.

 

Las mujeres solas y los niños sin padres; se vieron obligados a organizarse en el trabajo y en las costumbres diarias, para sobrevivir a la tragedia y a la crisis; labor que costó mucho tiempo y paciencia por la manera de ser de las pobres mujeres.

 

ESTE ES EL CUENTO:

 

Matambú, dormía en su paraíso de palmas reales, de color verde jade, levantadita como en un tabanco hecho con varitas de tora y acolchadita con tuzas de maíz, recibiendo el aliento de los vástagos añosos de espabeles y pochotes y el vaho de las nacientes de los cerros.

 

Hasta que llegó el Centauro; un bicho que era mitad hombre y mitad caballo. Y amagó de asombro al indio, lo hincó y persignó con un metal no conocido para él; y le arrancó la paz de su alma.

 

El hombre caballo traía un virus extraño en la punta de su espada; y buscaba tierra fértil para sembrarla.

 

La sola presencia de aquel animal marcó la angustia y el terror en las entrañas del indio.

 

Fue entonces como empezaron a presentarse las desapariciones de los hombres de Matambú. Fue tan cruel la situación que las mujeres desconsoladas y sobrecogidas de terror, no hallaban qué hacer; entre tanto los niños pedían de comer y llamaban a sus padres a vivo llanto.

 

Hasta que un día, vino del bosque un lamento muy triste, era la voz de una mujer que lloraba y clamaba al cielo:

 

"Que pecado negro cometimos, para merecer este castigo tan cruel, de perder a nuestros maridos y padres de nuestros hijos, quedando viudas, huérfanos, pobres y miserables; sin un vástago a quien pedir misericordia, oh Virgen de Guadalupe, bendícenos con tu amor"

 

Cuentan las gentes, que aquel lamento contagió a todo el mundo, todos lloraban y gemían, los animales del bosque se contagiaron, pero algo que no se olvida allí en MATAMBÚ, es el dolor de los árboles, ellos dicen que los árboles también lloran, porque ese día se estremeció la montaña, un vetusto espabel sacudió su copa, largó un ronquido espeso, un estruendo y se acostó para siempre.

 

Dejó un hoyo en sus raíces y un manantial cristalino. Este suceso y otros más acaecidos un primero de Noviembre no se olvidan en Matambú ni se olvidarán jamás, porque penetraron hondo en el alma de la raza.

 

Aquella mañana, apareció dentro de la tribulación y los ayes una indiecita pequeñita, desconocida para todos, que consolando a las nativas y a los niños, repartiéndoles frutas dulces que sacaba de un enorme guacal de jícaro de bejuco, regalaba mangos grandes como de un pie de largo, al que luego bautizaron con el nombre de Mango de Caite, limones dulces, zapotes colorados, naranjas de singular tamaño y dulzor. Y así transcurrió el día entre el asombro de las mujeres y algarabía de los niños; y fue actividad que se hizo rutina y muy pronto las indias se acostumbraron a la presencia de aquella otra chola, que más bien parecía ser de la misma raza, ya que se ataviaba igual que ellas; el pelo partido por el centro de la cabeza, sus dos trenzas largas y aquella tez de color de tizte y la sonrisa maternal que armonizaba con ella. La indiecita parecía haber caído del cielo, porque les trajo consuelo y les quitó el hambre a base de frutas dulces.

 

Pasaron los días, y las oriundas de MATAMBÚ, se dieron cuenta que la indiecita desaparecía por horas enteras todos los días y que reaparecía por la tarde con el guacal lleno de comestibles y otras cuantas cosas. Entonces indagaron cómo le hacía y se dieron cuenta que la india llevaba frutas a vender a Nicoya, y con la venta que hacía compraba otras que necesitaban allá en el cerro, y las repartía entre las mujeres y los niños.

 

Grande fue el amor y la amistad que se sembró en Matambú, con la llegada de esta india entre las viudas y huérfanas de la necesitada comunidad.

 

"Un buen día la indiecita reunió a todas las mujeres y niños y les encomendó ser obedientes y abnegados, educar a sus hijos en el trabajo y las buenas costumbres hasta que fueran hombres. Les obsequió toda clase de semillas y les dijo siembren e imiten lo que yo hago, vayan a Nicoya vendan sus frutos y con el producto cubran sus necesidades".

 

De esta manera Matambú, se pobló de toda clase de frutas y de árboles, "Y en tanto que fueron madurando los frutos; así también fueron madurando los hijos, y se volvió a henchir de hombres la raza. Porque tanta paz y dulzor generan las plantas a los seres vivos; como tanta paz y amor, les dan los indios a sus indias".

 

Y un día de todos, la indiecita no amaneció en el caserío y nadie supo dar explicación para dónde había cogido; y al fin nadie supo de dónde vino ni quién era. Cuentan que la vieron pasar con un guacalón rumbo al manantial, aquel que dejaron las raíces del añoso espabel. Entonces la india se perdió como se pierde una tarde cualquiera de verano; o como la puesta del sol; ya cumplida su tarea se esconde en el primer cerro que se encuentra.

 

"Pero ahora todas las cholas tienen frutos en sus solares y un guacal grande de jícaro de bejuco, e imitando a la india buena, van a Nicoya, venden sus frutos o cambian por otras provisiones, mientras la algarabía de sus hijos esperan ansiosos el guacalón panzón, lleno de cosas buenas".

 

Cuando van al manantial para lavar su guacal, allí depositan sus lágrimas, sacadas de la cajita que codifica los sentimientos, esperando con ello que el manantial no seque nunca su caudal. Allí creció otro espabel imitando amor y fe, regalando su sombra y su justicia.

 

Con el tiempo los españoles trajeron a Nicoya una imagen de nuestra señora de Guadalupe, e instalaron allí la cofradía en honor a ella ofreciéndoselas como segunda patrona. Así fue como los indios de Matambú se hicieron devotos de la lupita. Entonces todos los primeros de noviembre, bajan a la primera ceremonia que lleva como nombre "la contadera de días", que es el primer rito que ellos celebran, para luego elegir el día de la "pica de leña", que es el segundo ritual, para alistar la leña de los menesteres de la cofradía, que cierra el 11 y 12 de diciembre como fiesta principal.

 

Por eso es que los indios de Matambú, son tan fieles a la Señorita, La Virgen de Guadalupe; porque ellos creen y encuentran en la imagen de Nuestra Señora, a aquella india que un día llegara a su caserío, precisamente en el momento que más necesitaban socorro.

 

Hoy día Matambú, continúa la trayectoria de su vida, paciente y sencilla, y allá por las tardes de Diciembre se oyen los pastores de la navidad y los niños en coro cantando los versos de INDIO ENAMORADO; enamorados de su paz y su trabajo.

 

INDIO ENAMORADO:

 

Ay...... timindiquín decua

de Jesú Mari José

de Jesú Mari José

San Bartolomaco

Señó San Rafé........

 

Esa tu cinturita

lo corpito son bonito

lo corpito son bonito

lo parece mi calabazo

con su coyunda amarrao

 

Eso tu lindo boquito

tu labito sonrosao

tu labito sonrosao

lo parece boca la mico

con zapote colorao.

 

Las humildes familias de Matambú, son tempraneras al sueño; como dice CAITE ALEGRE, "Esa gente tempranito buscan el saco y los tabancos".

 

Tantito las palmas reales se van llenando como de un aceite verde oliva, se van quedando queditas y tranquilas, recostadas a la almohada, de los cerros oyendo el cuchicheo de las matambas y sintiendo el perfume acre de las flores de las corozas; y allá en la altura de los cielos como a quinientos años luz; está el Centauro, despabilado viendo para abajo las calabazas de bejuco y los sembradíos de frutas y la justa paz de las VENTERAS DE MATAMBÚ.